Viajar es un carnaval


Viajar es un carnaval


Es una fiesta, un circo, un carnaval de Río, observar a las personas en los aeropuertos. Vez de todo, es un buffet infinito: altos, bajos, gordos, flacos, despeinados, atolondrados, sudorosos, jóvenes, arrugados, modelos, apurados, sosegados y embriagados. Hay dos aeropuertos en el mundo que pienso superan al resto en nivel de rareza; no es que haya conocido el mundo entero para comparar con fina justicia, pero de los sitios a los que he ido, Miami y Las Vegas acogen a los personajes más curiosos. 

Viajar es, digamos que contrastado, primero de todo detesto todos los aeropuertos habidos y por haber, ¿por qué?, porque rebalsan de gente y porque no puedes escapar de hacer colas, pasar seguridad y cargar bolsos, que a mi, me causan una tortícolis atroz.

 “Ni cagando,  ¿de veras necesito sacar un kilo? Por favor señor, no sea desconsiderado, no tengo dónde ponerlo, parezco un pinche Ekeko, me muero de calor, no como desde las once de la mañana y son las seis de la tarde, por favor déjeme respirar, es un kilo, no se caerá el avión por un kilo.”

“Me va a tener que disculpar señorita, pero yo sólo sigo las reglas, si quiere puede pagar doscientos dólares para llevar su kilo extra.”

"Perfecto, genial, qué suerte la mía", balbuceé con ironía. "Ya fue, me rindo, ¿tendrá una bolsita?”

“Sí, tengo las grandotas de basura, ¿desea?”

El señor me entrega la bolsa donde meto el kilo extra que por sus caprichos tuve que sacar. En fin, esta historia se repite y me sucede casi siempre al viajar, agrega a mi odio a los aeropuertos, pero mi amor y anhelo por descubrir otras culturas supera mi aversión al trajín previo. Es la gloria llegar al cuarto de hotel limpiecito y lindo, con una vista de ensueño y una cama king blanca, suave y esponjosa, esperando que uno se eche a tomar una siestita antes de salir a descubrir lo desconocido y despertar el paladar. Vale la pena tolerar las tres horas en el aeropuerto, previas al vuelo. Volar tampoco es que me divierta. 

En estos momentos me encuentro sentada en mi asiento de avión de British Airways, camino a Londres, y no he podido dejar de pensar en los tremendos personajes que he visto, joder, parecen de película, algunos conmocionados e inquietos, y otros un tanto hartos de todo, dormidos boca arriba en las silletas de la puerta de embarque– me pregunto cuántas moscas se habrán tragado–.

El primero en cruzar mi camino mientras esperaba el vuelo sentada en una de esas silletas, fue un gordo de dos metros que me dio calambre al ojo. Su piel era rojiza, seguro de tanto beber alcohol o quizás de una insolación, no sé, aunque creo que de ambos, porque era casi guinda, parecía un guindón gigante portando una camisa Hawaiana y unos jeans degradé bien apretaditos; su pelo, claramente desteñido con alcohol, era de un color naranja quemado horrendo, estrepitoso, y como si fuera poco lo llevaba peinado en púas con gel que lo hacía parecer un gallo de pelea con una cresta aguzada. Me pregunto cómo degeneró a ese punto, me pregunto si sus padres se vestían igual y por ende nunca aprendió de gustos, o si de tanto beber, empezó a alucinar que se veía bien, me pregunto tantas cosas a las que nunca tendré respuesta. Por eso escribo, y me las respondo yo misma. Según yo, este man se pasaba de bebidas y de sol, y por ese motivo su cerebro se convirtió en una pasa seca que le distorsionaba la realidad, y lo hacía verse como un sex symbol. 

En seguida, se presentaron dos sujetos vestidos de pies a cabeza de ropa deportiva Gucci, con cadenas de oro, lentes oscuros oversized y las mismas zapatillas averiadas Balenciaga, que te venden a un precio desorbitado. Definitivamente no eran promotores de las marcas porque físicamente parecían dos tamales extra-large envueltos en lujo, en vez de hojas de mazorca. Caminaron a paso ágil al mostrador, a preguntar o reclamar algo, porque se veían medio atolondrados. El de la derecha no cesaba de pasarse la mano por el pelo brilloso, seguro de no lavárselo hace días o de tanto echarse aceite de Argán, porque se veía pegajoso, ojalá que después haya acudido al baño a refregarse bien esas manitas chiquititas que noté que tenía. Me aburrí de observarlos, y agarré mi libro, pero no me pude concentrar porque a pesar de aburrirme de la presencia de este par, me quedé sospechando de su procedencia. Los noté impermeables a lo cotidiano, como si viviesen en su burbuja rosada con sus dos Shitzús que olvidé mencionar, llevaban en sus bolsos Louis Vuitton. Supongo que en Miami se dedicaron a tomar sol bañados en aceite de frutos grasos y exóticos de la Polinesia y gastando muchísimo dinero de sus tarjetas de crédito de procedencia turbia, porque tenían un aire sospechoso, lo sentí en mi intuición y mi intuición nunca me falla, les juro. 

"Grupos uno y dos sírvanse acudir a sus respectivas colas", declaró la señorita de la aerolínea en automático. 

Al esperar en la cola, percaté un olor a naftalina fuertísimo, volteé para toparme con una pareja tan bronceada que la piel ya agotada, deshidratada por el sol les agregaba sin duda unos quince años, parecían bordear los noventa. El señor portaba unos pantalones de hippie sueltos color hueso, con flecos rojos en los bordes, y la señora un vestido que pienso yo, armó con las propias sábanas de su cama, parecían listos para embarcarse al Arca de Noé. Me sonrieron y me preguntaron qué hacía en Miami. Responderles esa pregunta sería una odisea, la pensé varias veces. Para que entiendan un poco, era noviembre y yo estaba en Miami desde mayo, volviendo a casa (Lima) de vez en cuando, claro, para que no se me venzan los noventa días como turista. Mi personalidad a veces me defrauda por ser tan condescendiente: entré en la infame novela...

"Entonces, ¿quieren saber qué hago viajando de Miami a Londres en noviembre?"

Asintieron, sin más.

"Todo empezó cuando me mudé a Miami en mayo para sufrir en un trabajo que empezaba a las tres de la mañana y terminaba a las doce del día, pero qué va señores, si la vida es una, y para llegar lejos hay que empezar abajo, bien abajito, tocando el inframundo casi, para poco a poco ir escalando al cielo, entonces... no me quejo, cabe mencionar que la compañía era muy prestigiosa y seguro que se vería genial en mi CV pero bueno, volviendo al tema, la visa de trabajo tardó en llegar porque puse una dirección incompleta y entonces tuve que llamar a los pinches gringos de inmigración para que la actualicen a la correcta, me dijeron que tendría que esperar treinta días más para que llegue, entonces mi jefa me pidió que tome un paso al costado, que sin visa no habría trabajo, ni plata, ni sonrisas, entonces hice así y bueno a los treinta días por supuesto que no llegó ni coña, y perdí el trabajo en la célebre compañía pero con horario de quinta, y bueno, seguí en Miami esperando y esperando la maldita visa, tomando sol con harto bloqueador para no quedar como esas pasas andantes que me cruzaba a menudo al pasear por la playa, y bueno, el resto es historia, ahora viajo a Londres porque no llega la visa de trabajo y tengo que seguir esperando a que llegue para empezar mi otro trabajo en enero, porque ni fregando dejo que se me escape esa deliciosa oportunidad de las manos, y por qué no viajar con mi padre y mi abuela en noviembre, mes tan bonito, a tan linda ciudad, que seguramente estará decorada de lucecitas navideñas y llena de arte y cosas por el estilo. La historia continúa, pero ya es muy larga para seguirla contando, no los quiero agobiar. 

Con aspectos confundidos y la mirada revuelta, los dos viejitos Naftalina (suelo denominar a la gente por sus olores), asintieron unas seis veces, bien rapidito, y me dijeron un largo "oooh", y me desearon suerte y no dijeron más.

 Lo sabía, sabía que los enredaría con el laberinto aborrecible en el que me hallaba, y que sólo yo en ese entonces, comprendía a fondo. Hoy, ya no estoy en Miami, ni en Londres, pero en Lima. Cuando regresé de Londres a Miami, me negaron la entrada a los United States of America, porque les pareció sospechoso que entrara y saliera con tanta frecuencia del país norteamericano. Según mi abogado no fui deportada, sino que denegada la entrada al país, pero para mi fue una putísima deportación de pésimo trato y que nunca olvidaré; ese cuento, lo contaré otro día, y no será necesario exagerar. 

 En fin, volviendo a los viajes. Subirme a los aviones me da nervios, y no soy de las que se toma pastillas somnolientas o se fuma un wiro, porque esas cosas me dan también muchos nervios. Qué pasaría si a la mitad del vuelo me da una taquicardia o alergia extrema, o que algo así medio chiflado me suceda, ¿qué pasaría, ah? Por eso mismo, antes de volar me siento a respirar hondo y a escuchar música y a ver a la gente pasar, porque no me da siquiera para concentrarme en un libro, ya que pienso sólo en qué pasaría si el avión se empieza a caer y lo único que me abstrae de esas nefastas ideas, es observar a estos personajes que rondean por ahí, esperando su vuelo,  y pensando en no sé qué, quizás en algo parecido a lo que pasa por mi mente.

Ver a extraños viajeros, me despierta una curiosidad insaciable sobre sus vidas, ansío saber sus historias, conocer hasta las entrañas de sus secretos más preciados y entender también cosas cómo por qué visten esos trajes o por qué huelen tan fuerte a naftalina, o qué miércoles los trajo a Miami –ciudad eterna de la juventud, belleza, y fiestas– siendo un caos estético, o si tienen familia, o si son sicarios en secreto porque muchos cargan tormento en su mirada, o si leen, o si cultivan un huerto como pasatiempo... me intriga, y ya que no los entrevistaré nunca, nada mejor que mi imaginación para saciar esa curiosidad. 


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